(Por Fernando Avanzini)
Decir, a sabiendas, de lo que “es” que “no es”, o de lo que “no es”, que “es” es lo que llamamos una mentira. ¿Cuántas veces hemos mentido?, y ¿A cuántas personas?… ¿En qué pensamos cuando pensamos en UNA MENTIRA?
En el último año de mi escuela primaria me habían conseguido la posibilidad de entrar a estudiar en una escuela secundaria privada. Uno de los requerimientos era rendir un examen de nivel.
El día del examen, a medida que los aspirantes llegaban se sentaban en los pupitres individuales, de madera color cedro. La encargada del examen era una psicopedagoga quien, al iniciar el examen, tomó un cronómetro y nos informó cuánto tiempo teníamos para completar el examen. Era nuevo eso para mí, es decir, sabía que existía, conocía el concepto, pero de donde yo venía, una escuela pública, no se estilaba.
El examen comprendía varios ejercicios, mayormente de matemática y de reconocimiento de patrones y secuencias. Años más tarde supe que ese tipo de test se toma para “medir” el coeficiente intelectual de una persona. Calificar a alguien mediante un examen es como apreciar a una pareja por una foto. ¿Quién saca fotos de los momentos malos o tristes? Asimismo, el exámen es una foto que te toman, en tu momento de más nervios y miedo, en el que se supone que uno debe ir a «regurgitar» todo lo que acumuló para luego ser «medido y pesado» y , en consecuencia, aprobado o descartado.
En la semana siguiente comenzaron a citar a los aspirantes para informar los resultados, los recuerdos de mis padres durante mi niñez son de “no estar”, por cuestiones que atañen más bien a otro relato, nunca podían estar presentes. Pero esa mañana mi padre estaba allí y me iba a acompañar en la entrevista. Primero la psicopedagoga me hizo pasar solo y hablamos sobre el examen. Lo tenía sobre su escritorio, me lo mostró con gesto de lástima y desaprobación y, horrorizado, vi que solo había contestado los ejercicios de las páginas impares. Las copias eran doble faz y yo, por los nervios, no me había dado cuenta. Luego me pidió que saliera de su despacho y esperase en el pasillo, ahora la entrevista era con mi padre. No recuerdo cuánto tardaron, la elasticidad del tiempo cuando uno tiene esa edad es bastante engañosa, lo que sí recuerdo es que cuando él salió no hablo mucho, solo me dijo “ya está, vámonos”. Mientras caminábamos por el pasillo le pregunté que cómo había estado, qué le habían dicho… y él respondió relajado “Nada especial, dijo que está todo bien”. Recuerdo que sentí alivio y alegría.
Ya en el último año del secundario me enteré de la verdad, la psicopedagoga le había dicho a mi padre que, dado el resultado de mi examen, no iba a ser capaz de avanzar más allá de primer año y que mejor buscaran otra escuela más “adecuada”… Cinco años después de aquella entrevista, aquella señora, que todavía trabajaba en la institución, se disculpó y admitió que se había equivocado.
Años mas tarde, arrivé a la conclusión del por qué de la mentira que mi padre me contó. Él había sufrido el proceso de ser descartado por las instituciones educativas, y por padres que, por su contexto histórico, confiaron de buena fé y ciegamente en dicho proceso, y sus representantes.
¿Qué hubiera pasado si me hubiese contado la verdad aquella vez después de la entrevista? Solo puedo agradecerle.
¿La mentira es mala? ¿Siempre?